Despierto y no tengo amígdalas, tardo unos segundos en darme cuenta de esto, siento mi paladar herido, bombas de sangre alrededor de mi boca y dos huecos donde antes quedaban las amígdalas. No recuerdo cómo llegué a esta habitación, me levanto de una camilla y abro la puerta grande y solemne que conduce a un salón de la realeza muy iluminado. “¿Por qué no me permiten recordar, mis queridos amigos?” Siento que hay una rutina en todo lo que hago como si ya esto lo hubiera soñado varias veces. Una reina quiere convertirme en reina, a su lado, un duende alto me observa. Siento ganas de regresar a algún lugar y contarle a todo el mundo lo que estoy viendo.

L., está en mi casa, sentada en mi cama. Mi mamá aparece en el umbral de la puerta y dice: tienes que ir al médico, yo digo: no me atienden, ella insiste. “L., ¿me acompañas?”, “Te acompaño hasta cierto punto”, “acompáñame más, intenta caminar, es que quiero mostrarte.” L., tiene puestos unos tacones blancos puntudos que le impiden caminar, salimos de mi pieza a un patio cerrado, ya no es mi casa, abro la reja mientras le insisto a L., que intente caminar, hay una reina, le digo, ella no me cree. Está preocupada por mí, dice que de verdad no puede, “te espero”. Voy sola, es difícil avanzar, me duele el cuerpo, salto de un lugar a otro sin equilibrio, llego a una calle tan inclinada que casi es una pared donde no puedo caminar sin caerme, tengo que cruzar esta calle, pasan juguetes enormes flotando sobre ella, salto sobre ellos para cruzar y llegar a un lugar donde van a curar unas póstulas que tengo en la cara, mis amígdalas, mi mente, salto de un caballo rojo a un columpio estático, con mucho esfuerzo. Aparece el hombrecillo alto de sombrero gris, chaleco aristocrático y maquillaje en su cara, cambia de rostro, hay un rostro de un hombre gordo de mejillas coloradas y gafas redondas. Los dos me dicen: “Si crees que vas a saltar largo entonces vas a caer donde quieras caer, solo si así lo quieres”. Se ríen de mí, yo salto con precisión sobre uno y otro juguete, un caballo con alas y luego una silla, comienzo a volar brevemente, tengo el cabello recogido en media cola, los labios rojos y un vestido, soy Rosita, mi personaje de la obra de teatro “El retablillo de Don Cristobal”; la reina roja aparece frente a mí. “Desaparece las ampollas de mi cara, me duelen las amígdalas”, le digo. La reina las desaparece, me da indicaciones de cómo cuidarme y luego cambia el tono de la voz y dice “has estado alucinando”, me asusto, estoy en un comedor enorme y le pregunto a un tipo de chaleco azul y de anteojos, aristocrático y científico: “¿Estoy alucinando?”, “Sí, estás alucinando”. Ahora es una persona en situación de calle, estoy en Prado Centro en un callejón y son aproximadamente las 2 de la madrugada. El hombre está tranquilo, aparecen más personas en situación de calle, los veo como monstruos, tienen la cara deforme, cierro los ojos para no verlos más y comienzo a correr.

La mujer que me está cortando las amígdalas me pide que la mire fijamente, que no cierre los ojos y no crea lo que veo es real, pero mientras habla deja de ser una enfermera para convertirse en una reina europea que pertenece a un circo. Me dice que yo he perdido la memoria y que el mundo es así en realidad, afuera de mi casa no queda una calle sino una serie de pasillos laberínticos y coloridos y todos conducen a un palacio, hay que cruzar un puente de hierba y madera, todo parece de plástico y porcelana, todo es de juguete. Me dice que mi mamá en realidad se llama Silvia o Gloria o Claudia, que yo soy la reina del palacio pero que soy demasiado insegura para darme cuenta. Todavía tengo ampollas en la cara.

Estoy en el corredor de mi casa y es también el corredor de un palacio, mi hermano y yo somos muy pequeños. Le digo “Alejo, me persiguen Ed, Edd y Eddy ”, “aah, normal” responde.

Estoy en una cama y pienso. “Si no tengo amígdalas, esto es real”, busco mis amígdalas con la lengua y no las encuentro, no aguanto más, estoy aterrorizada, intento llamar a mi mamá pero no me sé su nombre, los personajes del hospital en el que estoy pasan con rostros deformes, monstruosos. Llamo a mi mamá y mi voz suena infantil, grito: ¡Mamá, Silvia, Doris, Olga, señora…! Ella no me escucha, pienso: “Despierta de verdad”.

Entro a unas oficinas donde sé que hay psicólogas, psicólogos, les digo (a una mujer y un hombre que están allí): “No dejo de alucinar, se me perdieron las amígdalas y hay una reina que me nombra reina, cambió las calles de mi casa”. La mujer busca un papel en un archivo vacío, el escritorio está vacío, me mira seria y dice que para atenderme yo tendría que ser de Eafit.

Corro por calles extrañas hacia mi casa, pero no recuerdo de qué corro, así que me detengo, me encuentro con tres perros personificados en el camino, vuelan a mi lado, uno de ellos tiene dientes muy largos, se convierten en Ed, Edd y Eddy, hablan tonterías a mi alrededor y se ríen como tontos.

Intento llamar otra vez a mi mamá sentada junto a las personas en situación de calle en Prado Centro: “¡Mamá, ¿Olga? ¿Silvia? ¿Olga?!” No me sale la voz. Siento que pasa una eternidad. Al fin abro los ojos, estoy dormida en el suelo, me duele la espalda, siento que mi razón está destruida, con voz ronca digo: Olga. Mi mamá se llama Olga. Es esto lo que me despierta.

Año 2010