Como no sé hacia donde se abre el camino y como sé que me esperan prodigiosos parajes, no me aferro a una idea preconcebida del paisaje, ni a deseos lanzados a las estrellas. Solo nutro mi alma paso a paso y me deleito con el olor del pasto en la mañana, con el sutil dolor de los amores imposibles. Sé que soy andariega, que no tengo nada por lo que enaltecerme, me hace feliz una buena comida, una buena conversación, saber que se marcha en pro del cambio. Y tomo el bus que llega a no sé dónde, en la carretera que va a ningún lugar, para despertar en el abrazo de lo indefinido, del misterio profundo. Sé que la cautela y la reserva son aliados infaltables. Intento ser mi versión más noble. Y aún sabiéndome eterna forastera, desnudo mi alma en un giro silencioso e imaginario y doy paso al dolor de la imposibilidad y lo abrazo (la imposibilidad de enraizarme) doy paso al dolor de la imposibilidad sin importar, que el cóndor nocturno abra sus alas en mi reflejo en el asfalto (“I thought there were no oceans left for scavengers like me”) y me reflejo más demonia que ángel, mas siento regocijo en mi deformidad y en mi insuficiencia, en aquello que repelo de mí, pues la figura de ángel (de ser perfecto) en un mundo en llamas succionado por sub-seres de un mundo mercantilista se me dibuja grotesca, ingenua e inútil, y el bienvenir de mi anomalía, la exploración de mi paganismo, la ruptura de los esquemas, se me dibuja libertaria: ¡Le doy la bienvenida a la abolición de toda forma de esclavitud del alma! Me reconcilio con Eros (por jugar a no arrojar flechas a la otredad) y agradezco a Afrodita cada lección, pues sé que la carretera es mi hogar y no he de tener apego aún si se trata de desprenderme del mundo en sí mismo. Al final, Janis, no ha sido en vano el temblor, el temblor no ha sido en vano.