Tiempo después, para el joven príncipe, el día de su llegada al castillo custodiado por los esposos Burkes, después de atravesar inmensos parajes, y el recuerdo de su primera mirada desde la carroza real detenida en el portal, junto con su querido amigo y maestro, y su malhumorado cocinero; representaría un momento que le habría marcado definitivamente para siempre. Todavía, ocasionalmente, solía soñar con Amanda Burkes, quitando y poniendo las pesadas cadenas que le separaban del exterior, mientras lo miraba con sus ojos de carcelera. Entonces, era apenas un niño, y ella una reina sin corona. Desde su pequeña casa aledaña al palacio vigilaba cada uno de sus movimientos, sembrando su cizaña amarga. Enrique y Amanda Burkes ya no estaban, su cocinero – único testigo de su principado-, había envejecido y, atacado por el reumatismo se paseaba como un alma en pena por los oscuros corredores. Don Fidel, había muerto recientemente, y con ello, había nacido en él la necesidad de abandonarlo todo.

Se marcha, Majestad. Eso es imposible. – Le inquirió el cocinero en tono suplicante.

El Príncipe Kant arrojó su vieja capa al suelo y dio una última mirada al castillo y a los hermosos jardines, montó su caballo, acomodó sus alforjas y traspuso la pesada puerta, que desde hacía mucho tiempo había permanecido abierta. Algunos campesinos se habían acercado, incrédulos ante la noticia de la partida del príncipe.

Comenzó así su viaje sin rumbo fijo, mientras hacía remembranzas de su pasada vida. Su partida -y todos lo sabían-, era impostergable.

Había cabalgado durante algunas horas por veredas deshabitadas y caminos de herradura, cuando divisó una vivienda y en el umbral a dos hombres maduros que hablaban entre sí. Se había acostumbrado un poco a su soledad y le inquietó algo, la presencia de estas personas. Aminoró la marcha y pasó junto a ellos. Los hombres guardaron silencio y desviaron la mirada del transeúnte. El príncipe, continuó su marcha visiblemente incómodo por la situación y no habiendo recorrido más de cien metros, escuchó como, en tono picaresco, uno de ellos le decía al otro.

– Es el príncipe Kant.

Sin inmutarse y continuando con su ritmo, alegre y confiado, lleno de esperanza, se prometió a sí mismo llegar hasta donde tuviese que ir.

Apenas comienza. – Se dijo el príncipe, para sus adentros. Y con la buena compañía de sí mismo, siguió su camino.

Fin.